Un viaje contra los viajes de Joan Burdeus
La cámara permite mostrar el sufrimiento, pero al mismo tiempo crea cierta distancia; la cooperación ayuda a mejorar las condiciones de vida en África, pero siempre hace sufrir el riesgo de que se establezcan relaciones clientelares; el lenguaje del cine social está marcado por una tradición occidental muy refinada, pero quisiera llegar a todo tipo de públicos y culturas. Son solo tres paradojas de las muchas que cineastas y cooperantes conocen perfectamente y deben resolver cada vez que deciden remangarse y, sin embargo, se remangan.
Enseguida se percibe que El viaje de Kalilu, de Miquel Carrillo y Carlos Castro, se lleva bien con sus paradojas. La primera es que el héroe de la película no es lo que ha hecho el viaje, sino todos aquellos que se quedan en casa. De los 30 minutos que dura la cinta, menos de la mitad reproducen la terrible historia de Kalilu Jammeh (1972, Jirong), un hombre normal que, movido por el sueño de una vida mejor, decidió recorrer los 17.345 kilómetros de la «Back Way » que separa Gambia de España. Los protagonistas reales son las profesoras, los manitas, los campesinos y toda la gente de la fundación que Kalilu creó en Sant Pere de Ribes, donde ha acabado residiendo, para convencer a los demás gambianos de que «el paraíso no está aquí: hay que construir -lo allí».
El viaje de Kalilu, un documental producido con financiación de la ACCD, funciona como el epílogo a un libro homónimo que Kalilu ya pensaba que escribiría durante su odisea y le sirvió de motivación para sobrevivir. No lo dice por decir: sólo un 5% de los que se lanzan a la carretera llegan vivos a las costas europeas. Durante dieciocho meses, Kalilu asistió casi a más de seis funerales por semana. Buena parte del problema con este periplo es que los pocos que no pasan abajo en el intento, muchas veces tienen vergüenza de decepcionar a sus familias después de haber invertido tanto dinero y esperanzas. El secreto del éxito de la historia de Kalilu es la tranquilidad desmitificadora con la que explica que el viaje no vale la pena.
Una de las gracias de la película es la animación, una herramienta que no es casualidad que se haya convertido en una de las mejor establecidas en el cine social que toca de cerca a los horrores de África y Oriente Medio. Desde Persepolis a Vals con Bashir, sabemos que los dibujos animados son una de las mejores opciones para mostrar lo inmuestrable. Los bandidos argelinos que violan y asesinan o los compañeros que mueren de sed durante la travesía del desierto no podrían recrearse con ninguna imagen real sin caer en una banalización del horror. Explicados en forma de fábulas animadas a lo largo de la película, los detalles más duros de la historia de Kalilu se transfiguran en una realidad bastante abstraída ya la vez concreta para que podamos relacionarnos.
La documentación en imagen real que representa la otra mitad de la película consiste en contar historias como la de Lamin, un pescador de Jirgong que trabaja con la Fundación de Kalilu y que acompañado de dos niños a los que enseña en echar la red, nos dice: «Yo quiero vivir y trabajar aquí. Como cuando te haces viejo no puedes pescar, también quiero tener un huerto. Quiero enseñar a la gente a pescar y trabajar la tierra. Así esta gente podrá vivir y trabajar aquí sin la necesidad de tener que ir a otros países. Éste es mi sueño y mi plan». El viaje de Kalilu (el hecho, el libro, la película), resuelve felizmente sus paradojas porque tiene un efecto doble: es capaz de concienciar a catalanes y gambianos a la vez.